Cuando
llegué al pueblo a principios de otoño aún quedaban renacuajos en la fuente.
Jugábamos a poner unos cuantos en la palma de la mano y a verlos agitarse por
la falta de agua. Echábamos con nuestras pequeñas manos unos encima de otros
formando una sopa de cuerpecillos viscosos. Los mirábamos brincar, coletear y
hacernos cosquillas en las palmas y entre los dedos. Era divertido volverles a
soltar de un puñado o colgarlos por la boca en la punta de una rama de zarza,
dejarlos secarse al sol y verlos al rato como un arenque seco.
A veces
encontrábamos alguna musaraña en el camino y nos acercábamos mucho al suelo
para observarla de cerca, pero no era suficiente. Había que alzarla, tomarla del
rabo, examinarla y pasárnosla unos a otros para, con ojo forense, certificar
que no se movía y que merecía la pena asegurarse.
Angie, querida... como te podrás imaginar ME ENCANTA este dibujo. ¡Bravísima!!
ResponderEliminarGracias maja. Lo que primero surgió fue el texto, en el taller literario de la casa rural de Ollogoyen. Me tocó hacer de niño de diez años y me fui con la chavalada del pueblo a coger renacuajos. La experiencia me dio para esta cosita y ¡cómo me lo pasé!
ResponderEliminarO sea que esa loca sádica ya venía de lejos...Mientras siga proyectando ese punto perverso en sus obras ganaremos todos.
ResponderEliminarEl dibujo precioso, el texto ya lo conocía ;)
El punto perverso me lo sacas tú con tus jueguecitos campestres. Habrá que repetir :D
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