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jueves, 14 de noviembre de 2013

RENACUAJOS Y MUSARAÑAS


Cuando llegué al pueblo a principios de otoño aún quedaban renacuajos en la fuente. Jugábamos a poner unos cuantos en la palma de la mano y a verlos agitarse por la falta de agua. Echábamos con nuestras pequeñas manos unos encima de otros formando una sopa de cuerpecillos viscosos. Los mirábamos brincar, coletear y hacernos cosquillas en las palmas y entre los dedos. Era divertido volverles a soltar de un puñado o colgarlos por la boca en la punta de una rama de zarza, dejarlos secarse al sol y verlos al rato como un arenque seco.
A veces encontrábamos alguna musaraña en el camino y nos acercábamos mucho al suelo para observarla de cerca, pero no era suficiente. Había que alzarla, tomarla del rabo, examinarla y pasárnosla unos a otros para, con ojo forense, certificar que no se movía y que merecía la pena asegurarse.

martes, 29 de octubre de 2013

EL ARENQUE AHUMADO


Había un gran muro blanco - desnudo, desnudo, desnudo,
Contra el muro una escalera - alta, alta, alta,
Y en el suelo un arenque ahumado - seco, seco, seco.

Él llega, llevando en las manos - sucias, sucias, sucias,
Un martillo pesado, un gran clavo - puntiagudo, puntiagudo, puntiagudo,
Un ovillo de bramante, - grueso, grueso, grueso.

Entonces sube a la escalera - alta, alta, alta,
Y clava el clavo puntiagudo - pam pam, pam pam, pam pam,
En lo alto del gran muro blanco - desnudo, desnudo, desnudo.

Suelta el martillo - que cae, que cae, que cae,
Ata al clavo el bramante - largo, largo, largo,
Y, en la punta, el arenque ahumado - seco, seco, seco.

Baja de la escalera - alta, alta, alta,
Se la lleva con el martillo - pesado, pesado, pesado,
Y luego, se va a otra parte - lejos, lejos, lejos.

Y, después, el arenque ahumado - seco, seco, seco,
En la punta del brámate - largo, largo, largo,
Muy lentamente se balancea - siempre, siempre, siempre


He escrito esta historia - simple, simple, simple,
para enfurecer a las personas - serias, serias, serias.
Y divertir a los niños - pequeños, pequeños, pequeños.


Charles Cros

El siguiente ejercicio en el taller del ilustración al que asisto ha sido ilustrar este relato de Charles Cros incluido en la Antología de humor negro de André Breton, utilizando distintos tipos de planos. El dibujo, trabajado en A3, lo he hecho con rotulador, acuarela y gouache.



domingo, 22 de septiembre de 2013

LA FIEBRE DEL ORO




No fue hasta unos años después cuando volví a pensar en la ejecución del Loco Jesse y en sus consecuencias.
El viejo Loco se pasó diez años buscando oro en las aguas del río Sadson a cinco kilómetros de Riverlock. Nadie supo nunca qué se le cruzó por aquella cabeza de mula el día en que, sin motivo, se cargó al bueno de Jamie Lee Stuard. Fue un golpe para todos que los sesos de aquel hombre risueño quedasen esparcidos a las orillas del río en el que la mitad del pueblo abrevaba al ganado.
El Loco Jesse había llegado de la nada y no hablaba demasiado con nadie, sino era para encargar latas de judías, café, algo de carne seca y huevos cada dos o tres semanas en la tienda de Lou y Jane. No se le conocía mayor vicio que una botella de whisky un par de veces al año, antes de desaparecer durante una semana y volver tan reservado como siempre.
El Loco Jesse tenía la obsesión de encontrar una gran pepita de oro, escuchaban algunos las pocas veces que aquellos delgados labios se quebraban para soltar palabra. Que se sepa, nunca llegó a encontrarla.
Por aquel entonces muchos otros extranjeros llegaban al pueblo a trabajar en el nuevo ferrocarril. La Familia Stuard parecía nadar en la abundancia y había financiado una parte importante del trazado férreo.
El sheriff Stuard, hermano de Jamie Lee, decidió poner una placa bañada en oro en la calle principal, que aún reza: “A Jamie Lee Stuard un hombre alegre y afortunado, tristemente arrebatado de este mundo”. Todos pensamos lo acertado de la frase y lo inesperado del final de Jamie Lee, del que se decía que había nacido con una flor en el culo.

La tarde que terminó con el Loco Jesse colgado de una cuerda en la plaza del pueblo, nos extrañamos al ver en la ejecución una forastera que llegó el día anterior a Riverlock. Cuando nos fuimos al bar de Mortimer a tomar el último whisky pudimos observarla fuera descalzando al cadáver, para después guardar cuidadosamente los zapatos del muerto en una caja de cartón, unos extraños zapatos de piel de serpiente.
El Loco Jesse fue enterrado en el cementerio del pueblo y nunca volvimos a ver a aquella mujer.
Cinco años después de la ejecución, recibí un nuevo muchacho en mi escuela. Me extrañó que el chico decidiera instalarse en la destartalada cabaña de Jesse, pero a todo el pueblo le vino bien que aquel nido de cuervos fuese reconstruido, por lo que nadie puso ninguna objeción, más aun cuando el muchacho era educado y cumplidor en el pago de sus alimentos, además de buen mozo, como Jane apuntaba.
Enseguida el muchacho destacó en la clase. Encontraba admirable su capacidad de trabajo y esfuerzo. Un día me confesó que tenía vocación de sacamuelas y que su madre le había enseñado que el trabajo duro siempre obtiene recompensa.
Pensé que a ese muchacho le esperaba un futuro prometedor hasta que un día el carro de Conrad Stuard le pasó por encima, al encabritarse su yegua por la picadura de una abeja. El accidente dejó al muchacho lisiado. Yo mismo tuve que llevarle al veterinario Flint para que le enderezasen la pierna, que había quedado machacada con la rueda del carro. Cuando Flint me dio el zapato del muchacho, advertí que era demasiado grande para su pie y pensé en la forma en que aquellos zapatos de adulto habían llegado a su poder. Todo el día estuve dando vueltas a esa idea hasta que por fin recordé dónde había visto antes aquellos zapatos de piel de serpiente. No tenía duda de que eran los mismos que los del Loco Jesse .
Cuando le pregunté, el muchacho me contestó que su madre había comprado los zapatos en una feria hacía muchos años, cuando él aun era un niño. Los había guardado hasta el día en que se hiciera un hombre y, como su padre, pudiera ir a hacer fortuna para cuidar de la familia. El pobre muchacho no pudo cuidar ni de sí mismo. La pierna se fue pudriendo a medida que transcurrían las primeras semanas del otoño y el día de difuntos el veterinario Flint tuvo que cortarla hasta un palmo por encima de la rodilla. Semanas después el muchacho no podía ni levantarse a penas, pero Lou le dio la vieja muleta con la que su padre se arrastró hasta sus últimos años y, en cuanto pudo ponerse en pie cogió un tren, en la nueva estación del pueblo, de vuelta a casa de su madre.
Estuve pensando largo tiempo en aquella historia, en cómo los zapatos habían llegado al muchacho. Pensé en la muerte de Jamie Lee Stuard, en sus sesos esparcidos a orillas del río Sadson y en el cuerpo descalzo del Loco Jesse colgado de una cuerda bajo una placa de oro.


Angélica López de la Manzanara